Pio La Torre Orgoglio di Sicilia

Pio La Torre Orgoglio di Sicilia
dall’ omonimo testo di Vincenzo Consolo
Adattamento drammaturgico e regia : Leonardo Mancini
con Marco Gambino, Viviana Lombardo, Giannandrea Dagnino
Musiche: Maria Chiara Pavone ( canto )
Daniele Prestigiacomo (chitarra e canto)

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PERSONAGGI DELLA CULTURA ITALIANA

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Presentazione del libro fotografico
PERSONAGGI DELLA CULTURA ITALIANA
del’ 900 e qualche volto dal mondo
di Vincenzo Cottinelli
Interverranno
Tino Bino, consigliere AAB
Cesare Colombo, maestro della fotografia italiana
Nino Dolfo, Corriere della Sera

Vincenzo Consolo L’opera completa libreria Cavallotto

Vincenzo Consolo: l’opera completa

Vincenzo Consolo: l’opera completa

Venerdì 27 febbraio ore 17,30
Corso Sicilia 91

Presentazione del recente Meridiano
Vincenzo Consolo L’opera completa
Mondadori.

Ne parleranno Rosalba Galvagno, Attilio Scuderi,
Dario Stazzone e Salvatore Trovato.

consolo opera completa

L’opera completa di Vincenzo Consolo esca finalmente nei Meridiani Mondadori, Con un saggio introduttivo di Gianni Turchetta e uno scritto di Cesare Segre

 

La herida de abril Traduccion de Miguel A. Cuevas

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Vincenzo Consolo | La ferita dell’aprile
[Mondadori, Milán, Italia, 1963]
La herida de abril
Miguel Ángel Cuevas   (Traducción)

Vincenzo ConsoloUna célebre idea de Eliot –“abril es el mes más cruel”- reformulada por el poeta Basilio Reale, presta el título a la primera novela del siciliano Vincenzo Consolo, La herida de abril, que vio la luz en 1963 con Mondadori y tuvo una segunda edición en Einaudi en 1977, pero que permanece inédita en castellano hasta la fecha.

En palabras del traductor Miguel Ángel Cuevas, que traslada a nuestro idioma con muy lograda fidelidad toda la aspereza poética y dialectal del texto, los grandes temas de Consolo están ya presentes en esta ópera prima, como el reflejo “de la enésima desposesión histórica, de la permanente violencia del poder, de la desorientación —no sin tintes irónicos— que provoca una educación sentimental emocionalmente lastrada; pero la fractura que narra es asimismo la que se vislumbra entre el acontecer vital y la literatura: la herida que, tras el fracaso y el escarnio del muchacho enamorado, abre el camino a la obstinación memorial del personaje, un aprendiz de escritor”.

Siciliano afincado en Milán pero nunca desvinculado de su isla, Consolo (Sant Agata di Militello, 1933) es sobre todo conocido como autor de una trilogía que parte de la invasión garibaldina de 1860 con La sonrisa del ignoto marinero, prosigue con los albores del fascismo en Italia con De noche, casa por casa y llega a la contemporaneidad con El pasmo de Palermo. Otras obras suyas traducidas al castellano son la hermosa novela Retablo, el texto dramático Lunaria o los ensayos breves reunidos bajo el título A este lado del faro. Entre sus premios destacan el Strega, el Pirandello, el Brancati o el Grinzane Cavour.

MediterráneoSur ha publicado asimismo una entrevista con Consolo: «Hoy es difícil imaginar en Europa un país más fascista que Italia» [Nov 2009]

[Alejandro Luque]

La herida de abril

Capítulo I

De los primeros dos años que pasé viajando me queda la carretera enroscada como una cinta, que puedo desenrollar: ver otra vez las revueltas, las zanjas, los montones de grava alquitranada, la cruz de hierro pasionista; notar de nuevo el sol en el muslo, el olor a chotuno, la rueda que se desinfla, la naftalina que emana de las ropas. La escuela apenas la recuerdo. Pero sí la camioneta, la preñavieja, como decía Bitto, ya que, tan machacada, era un milagro que llevara gente. Además que los mejores ratos los pasé con ella: al amanecer, en la plaza del pueblo, esperando a los pasajeros —enfermos con la almohada y la manta de la cama, diligencieros, propietarios que tenían asuntos en el Registro o en el Catastro, gente que se quedaba en la marina o que tomaba el directo para Messina-, y luego, en la estación, donde enlazaba con el rápido de las dos y media.

No sé cómo empecé a ayudar a Bitto, el caso es que me veo subiendo la escalerilla, caminando por el techo para colocar los bultos, lanzarle, a una señal, el cabo de la cuerda que lo amarrara.¿Qué puedo recordar de aquellos años de clases y de curas si me lo tomé tan a disgusto desde el primer día, si Bitto se cachondeaba de los libros, si me fascinaba cómo conducía, y la camioneta, la vida en movimiento? También pedía yo los billetes con la carterilla negra en bandolera, o corría a la fuente con la zafa para limpiar los cristales de los vómitos de las mujeres y los niños.

—¿Tú al colegio qué vas, a trajinar?— preguntaba mama viéndome las manos sucias, la chaqueta manchada.

Como todo lo bueno, la vida con la camioneta se acabó después que le soplaran a tío Peppe que Bitto me tenía de ayudante. Me colocó de pupilo en una casa y ese fue el día que empezó el colegio.

Un agujero grande como un pozo desgarraba el piso superior frontero al mar, en las ventanas con tiestos encima de las lastras, desde donde los curas, en verano, contemplan al personal que va y viene por la calle, leyendo el breviario ocultos entre las hojas de la malvarrosa, como muchachas a la espera del amor.

Las tejas aún blanqueadas de cal con cruces rojas a derecha e izquierda, encima de la iglesia y del teatro, como si fuera un hospital. Muy sabia decisión: se engañaba a los aviones. ¿Y los barcos? Los barcos miraban de manera horizontal y el resultado es este agujero como un pozo de grande. El proyectil había entrado por donde el padre rector, había perforado la pared opuesta y se había hincado en el patio; la O desapareció y la T de INSTITUTO pendía de un clavo en el aire. Corrió entonces la voz que toda la construcción se había hecho cisco, pero a la vuelta de la evacuación se constató este leve daño, y puesto que los albañiles se habían esfumado como quinina en tiempo de malaria, este es el año que los tienes aún en el castillo tirando de espuertas de mezcla.

El patio en declive, una porción de colina descendiente: las voladoras, el columpio, los zancos, los tejos, el aleleví. La chusma de raqueros corre enloquecida tras un balón. Otros, nosotros, nos distraemos con la oca y el monopoli.

En el mes de diciembre, la segunda quincena, estábamos en la iglesia para oír la novena. Qué frío por los huesos: parecía cielo abierto (viento de tierra y viento de mar), el desplazamiento de aire había hecho añicos los vidrios de colores y los sacos que habían clavado batían contra el muro como velas. Por suerte ya desde Difuntos empezó a hacerse la colecta en misa para estos vidrios de antes de la guerra con el cordero y las palmas, la vid y los racimos, la roca y los siete riachuelos, lirios y margaritas. A las nueve, cuando hacía bueno, iban a cruzarse a media altura los rayos del azul al rosa y, con el incienso, a uno recién comulgado o en gracia simplemente, le parecía estar entre esas bellas nubes que son el paraíso en los recordatorios.

¡Un frío! El oficio dura que te dura, siempre quietos. La salida era ser el incensor, pero te puede tocar una tarde y, esperando esperando, al final hasta te saltan; sobre todo se precisa seriedad, no reírse al mirar a la cara a los compañeros cuando te llegas a la balaustrada, brazo muerto y la mano como piña, tres meneos a la derecha, tres al centro y tres a la izquierda. Pero también los monaguillos, que iban y venían entre iglesia y sacristía según los oficios, podían beneficiarse del turíbolo, y hasta de las obleas para las hostias y del vino. Los cantores, los de siempre, pasada la criba de los ensayos con escalas, voz pura y argentina, belleza del alma reflejada en ojos y garganta: en esto Tano Squillace se llevaba la palma, y asimismo Vittorio Seminara, recién elegido presidente de la Inmaculada. Se acabó cuando las tetillas se bufan como botones y el labio bajo la nariz se pone negro, te sale una voz nueva incontrolable que quiere imitar la de un hombre y que no sabe: «el más grave en los climas demasiado cálidos es el tan debatido problema del estado de pureza en el periodo de la adolescencia».

Aquella tarde el del incienso pegó un patinazo. Yo, por mi parte, me organicé bien aquella vez o dos que me tocó hacerlo (que me ponía rojo dice, ¿a santo de qué?), los ojos al suelo y «toma Alfio Cirino y Filadelfio, ay Alfio Cirino y Filadelfio, pobre Alfio Cirino y Filadelfio» . Ya estaba: reverencia, mediavuelta, genuflexión y fuera.

Sucedió que Costa Benito, el hijo del ex-guarda de la ex-cámara fascista, apareció por la tarde en el colegio estrenando una camisa verde, y hasta aquí nada que decir, pero la pifió con los dos hermanos detrás, con camisas roja y blanca (esta última la llevaba el pequeñajo gordo y en los hombros se le traslucía claramente el descosido del bordado con el blasón real). ¡Tarariií… fiiir-més! Costa no necesitó más preámbulos y despachó a aquellos dos para casa que lloraban casi de la pena de perderse el vale de cincuenta por la novena completa que servía para el cine Fiat Voluntas Dei Angelo Musco la tarde de Navidad o Nochevieja. En la iglesia, en primera fila, Filippo Mùstica (¡quién si no!) se hizo adelante, las manos de bocina, y atacó:

y la bandera tricolor
ha sido siempre la más bella

etcétera, y Costa, que el brazo estirado llevaba y la mano de piña, y estaba comenzando toma Alfio, a mi manera, se trabucó: las cadenillas de oro se le enredaron en el encaje del roquete y las brasas se desperdigaron por los tres peldaños del presbiterio. No veas, el uno se agachaba bajo el banco para desahogarse, el otro se tapaba la boca con el pañuelo. Costa, tras un vano intento de recoger los tizones, corrió a la sacristía. Acudió el prefecto, el que se ocupa del orden y de la disciplina, y empezó con el chis eh chis con una cara que ya te contaré. Inmediatamente recompuestos, la atención se dirigió hacia el padre rector que oficiaba y hacia el altar, sobre el que se había colocado la cueva de cartón oculta por el velo morado que caería la noche del veinticuatro con el gloria in excelsis y las campanas dale que te pego. La iglesia se puso oscura en un momento y sólo las velas alumbraban el altar. El acólito le dio al pedal de firme y hubo enseguida un chirrido y luego las primeras notas sopladas y el canto de sopranos y contraltos alternativamente:

—Regem venturum Dominum,

—Venite, adoremus.

—Ecce Dominus veniet, et erit in die illa lux magna…

Y la luz no venía, hacía falta otra ráfaga de viento que desenganchara los plomos que hacían contacto, pero los cantores en la oscuridad parecían mejores. ¿De dónde salen estas voces, del cielo, de la tierra, de bajo la casulla, de la capa pluvial?

—Prope est iam Dominus…

—Veni, Domine, et noli tardare… —Veni, et ostende nobis faciem tuam…

El cántico acabó y el armonio se desinfló como una rana y, en el silencio, un pesado paso de zapatos claveteados, que si te los imaginas arrastrándose por el suelo se te ponen los pelos de punta, avanzó desde el fondo oscuro de la iglesia por el pasillo entremedio de los bancos. Uuuu… hizo el viento, y las llamitas del altar se estremecieron y la luz volvió de golpe. Un soldado alto y delgado apareció a los pies del presbiterio; ayvá, todos los ojos encima de él, pero, de espaldas, sólo había uniforme, con el correaje ancho que colgaba de la cintura por la cacha. En la genuflexión se retorció como un árbol en invierno, luego se irguió, giró a la derecha y la cara lanzó destellos por los lentes. Giró de nuevo y se mostró de frente, pero la gran cruz roja sobre el pecho atrajo la atención y no dejó tiempo para el resto. Se inclinó ante el peldaño de la hornacina de San Bosco, abrió el breviario, clavó allí su cabeza de jilguero, se puso a musitar.

Cantó fuerte el padre rector en tono capitular:

—Praecursor pro nobis ingreditur… Ipse est Rex iustitiae, cuius generatio non habet fine-e-em.

—Deo gratia-a-as —respondieron los cantores.

Pero ¿quién prestaba atención a los oficios? Los de los primeros bancos echábamos al militar miradas de reojo, que estaba el prefecto al acecho.

Filippo dijo: —Este es un teniente capellán. ¿De qué va, si ya acabó la guerra?

Los cantores atacaron aún un himno, un motivo ligero y brillante que no parecía gregoriano, se podía perfectamente bailar. ¿Que no? En la sacristía, jo cuántas veces, con cabos en las manos. Yo entornaba los ojos, las pestañas rozándose apenas, y los cantores en el presbiterio, desde uno y otro lado, avanzaban cantando hacia el centro y hacían el corro, sus bonitas sotanas rojas y los roquetes blancos hinchados por el viento, luego se soltaban intercambiándose los sitios, y luego otra vez, hasta decir amén. Dice que los antiguos danzaban y está escrito que David se inventaba las oraciones cantando y danzando cítara en mano. Pero los cantores, allí en el altar, se dejaban llevar todos por igual, meciendo la cabeza a un tiempo.

«Con sus ángeles y sus santos». Rector acólitos cantores entraron en fila para la sacristía, los fieles salieron por la puerta del fondo y los del oratorio del colegio nos quedamos quietos en nuestro sitio para escuchar el sermón vespertino de nuestro prefecto. Squillace, Seminara y los demás monaguillos volvieron a los bancos desvestidos de sus hábitos. El prefecto subió al púlpito, se agarró al antepecho con las manos, basculó para atrás y para adelante, tan adelante que es que se tiraba, nos miró uno a uno fijo a los ojos, la boca apretada como una raya de tiza. ¿Habla o no habla? La primera palabra nos abriría el corazón. ¡Acabáramos! Incalificables, idiotas, estúpidos, reírse por un motivo que no era para reírse, ni mucho menos; tomar la iglesia por el patio o el teatro; prepararse tan mal para la Santa Navidad, mala cosa. El discurso este ya nos lo conocíamos, la novedad fue la mención de Filippo, personal. —Tú, Mùstica —y lo señaló con el dedo—, levántate.

Filippo no era de los que se enredan así como así, se levantó cansino, como quien acaba de despertarse.

—Y ahora dime: ¿tú crees o no crees que ahí dentro está nuestro Señor?

Vaya lo que se le ocurría al prefecto. Filippo abrió los brazos y agachó la cabeza como diciendo «natural».

—Y entonces —tronó el superior— ¿por qué te meneas hablas te ríes, eh? Si tuvieras eso siempre presente… ¡Tú y tus compañeros! El teniente capellán había cerrado el breviario, se había sentado y escuchaba con una sonrisa en los labios.

El prefecto apartó los brazos del púlpito y los cruzó sobre el pecho.

—Y ahora, pero no os lo merecéis —dijo—, os doy una buena noticia: ha recalado entre nosotros, asignado a este colegio, un hermano nuestro, el padre Sergio —y sonrió al capellán. —El padre Sergio es un repatriado, un capellán castrense que vuelve de la guerra. El Señor ha sido bondadoso al querer enviarlo precisamente aquí. No soy yo quien ha de deciros quién es el padre Sergio: aprenderéis por vosotros mismos a conocerlo y a quererlo. Ahora le ruego que os dirija unas pocas palabras de salutación.

El prefecto descendió del púlpito y subió el capellán. Comenzó: —Queridos muchachos…

Qué ronco estaba, la voz le salía ahogada, como de vendedor al cierre del mercado.

—Imaginaos…

¿Por qué no escupía? A lo mejor se aliviaba.

—La guerra…

Dice que una cosa que es menester en estos casos es un cacho de carbón encendido metido en vino en un vaso, y la cama con un ladrillo caliente bajo los pies.

—Entre las nieves de Rusia…

¡Adiós! ¿También flemas? Se puso a carraspear y a toser, pobre, que parecía un concierto de pitos.

—…Vuestro afecto, vuestra conducta ejemplar, la práctica religiosa, el estudio…

¡Ah, se liberó! Hizo un rebujo con el pañuelo y lo volvió al bolsillo.

—En fin, os doy las buenas noches.

Y ya iba a descender, pero se detuvo; era el prefecto que, sacudiendo los brazos, había acudido bajo el púlpito para susurrarle alabado sea Jesucristo.

—Alabado sea Jesucristo —don Sergio . —Sea por siempre alabado —nosotros todos a coro.

Costa había salido de la sacristía con la caña larga en las manos y le costaba apagar las velas del altar mayor, parecía que persiguiera palomillas: el apagador le oscilaba y no conseguía parar el cucurucho encima de la llama. Quizá le temblaban las manos por el frío o todavía por la agitación del incidente del turíbulo.

Se fueron todos, ordenadamente y en silencio, en fila, los dedos en la pila, la cruz, pero en el pasillo largo estallaron los saltos y las voces, carrerillas y empujones, manotazos y mascadas, lo normal.

Yo me quedé en mi sitio, de rodillas, como si rezara, para seguir estudiando a don Sergio, allá en un rincón en recogimiento; y delante de mí, también de rodillas, Squillace y Seminara. Costa había apagado velas y luces, San Bosco y María Auxiliadora, las estaciones y la lámpara grande. Ahora la mariposa del vaso formaba un círculo con un ala de ángel dentro, una orilla del mantel de flecos dorados y el IHS también de oro, el atril vacío, las vinajeras y el frasco del lavatorio. El incienso se había disipado, las últimas nubecillas colgaban del techo y desde allí salían por las ventanas abiertas al aire libre de diciembre. Y no había más. Don Sergio desaparecido en la oscuridad, quedaba de él una mancha negra, casi como si se hubiera puesto ya los hábitos. ¿Qué chiste tenía seguir allí mirando? Yo me iba, pero Squillace y Seminara se quedaban. ¡Vaya unas ganas, esos dos! Que se hacían los cinco dieces cabales o si no las estaciones, que no era el caso en periodo de Adviento. O si no la Buena Muerte. Capaces eran.

—Pues buen provecho . Yo sin pasarme, que luego no puedo ni respirar. ¡Aire, aire!

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Carlos Freire dans la Sicile de Vincenzo Consolo

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I luoghi letterari di Vincenzo Consolo raccontati dalle immagini del fotografo brasiliano Carlos Freire. Le foto, scattate durante un lungo tour assieme allo scrittore, da Sant’Agata di Palermo a Cefalù, da Pantalica a Palermo, saranno esposte a Parigi, in una galleria di Saint Germain, illustrate dalle didascalie tratte dai romanzi, e faranno poi parte di un libro.
L’articolo di Tano Gullo sul giornale di oggi (foto Carlos Freire)

Lunaria Nella gioia luminosa dell’ inganno

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Dalla favola teatrale di Vincenzo Consolo
Questo progetto è un omaggio alla memoria del grande scrittore contemporaneo Vincenzo Consolo, di recente scomparso. L’omaggio vuole anche dare seguito all’idea, nata durante un mio incontro con l’autore alcuni anni fa, di uno sviluppo delle potenzialità musicali del racconto. Il racconto, che prende spunto dal frammento lirico “spavento notturno” di Giacomo Leopardi (ma soprattutto, per esplicita ammissione dell’autore, è ispirato dal testo “L’esequie della luna” (1967) del poeta e amico Lucio Piccolo), è ambientato in una Sicilia fantastica, contemplata attraverso un caleidoscopio che combina tutte le tinte del barocco mediterraneo. Sospesa tra narrativa e lirismo, l’intera tessitura del racconto si dispiega quale vera e propria partitura il cui dato musicale scorre sottotraccia come un fiume carsico, emergendo qua e la alla luce del sole (o piuttosto della luna) in occasione di veri e propri episodi melodici e coreutici: canzoni, danze, poesie la cui tensione musicale è esaltata dall’uso di una lingua “personale” dell’autore, che compendia le più antiche radici degli svariati idiomi regionali. E’ dunque proprio la lettura di questa partitura che si è voluta realizzare con questo progetto.

ETTA SCOLLO Mercoledì 3 Dicembre 2014

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ETTA SCOLLO
Mercoledì 3 Dicembre 2014
Catania, Cine Tatro Odeon – ore 21.15

ETTA SCOLLO
LUNARIA
Dalla favola teatrale di Vincenzo Consolo

Etta Scollo voce, chitarra

Susanne Paul violoncello

Sebastiano Scollo liuto

Fabio Tricomi mandolino, tiorba, percussioni

Giuliano Scarpinato voce recitante

CORO DOULCE MÉMOIRE

Bruna D’Amico direzione

LUNARIA
Dalla favola teatrale di Vincenzo Consolo
Questo progetto è un omaggio alla memoria del grande scrittore contemporaneo Vincenzo Consolo, di recente scomparso. L’omaggio vuole anche dare seguito all’idea, nata durante un mio incontro con l’autore alcuni anni fa, di uno sviluppo delle potenzialità musicali del racconto. Il racconto, che prende spunto dal frammento lirico “spavento notturno” di Giacomo Leopardi (ma soprattutto, per esplicita ammissione dell’autore, è ispirato dal testo “L’esequie della luna” (1967) del poeta e amico Lucio Piccolo), è ambientato in una Sicilia fantastica, contemplata attraverso un caleidoscopio che combina tutte le tinte del barocco mediterraneo. Sospesa tra narrativa e lirismo, l’intera tessitura del racconto si dispiega quale vera e propria partitura il cui dato musicale scorre sottotraccia come un fiume carsico, emergendo qua e la alla luce del sole (o piuttosto della luna) in occasione di veri e propri episodi melodici e coreutici: canzoni, danze, poesie la cui tensione musicale è esaltata dall’uso di una lingua “personale” dell’autore, che compendia le più antiche radici degli svariati idiomi regionali. E’ dunque proprio la lettura di questa partitura che si è voluta realizzare con questo progetto.

I contadini di Vincenzo Consolo

Vincenzo Consolo

Il prossimo 20 aprile ricorre il 67° anniversario della vittoria del Blocco del Popolo alle elezioni regionali siciliane del 20 aprile 1947, quando comunisti e socialisti, assieme ad altre forze laiche e cattoliche raggiunsero la maggioranza relativa nelle prime elezioni regionali svoltesi in Sicilia. Fu la prima e l’unica volta che la sinistra nel suo insieme si candidò a dirigere la politica regionale, ottenendo il successo desiderato. Ma allora il pane si chiamava pane e le parole non avevano perduto il loro significato. I fatti sono ormai noti. La strage di Portella della Ginestra e quelle che seguirono ci hanno consegnato un’Italia che è sotto gli occhi di tutti. Ci piace ricordare con Vincenzo Consolo una delle pagine più gloriose di quell’epoca: quella dell’occupazione delle terre.

Nuvole nere vagavano nel cielo, dense come sbuffi di comignolo, da levante correvano a ponente, e nel loro squarciarsi e dilatarsi, rivelavano occhi azzurri e cristallini, lunghi raggi del sole che sorgeva, stecche incandescenti d’un ventaglio, giù dal fondo del Corso, dal quartiere Màzzaro, dal Borgo, d’in sul triangolo del timpano della chièsa gialla di Santa Lucia.
Il largo del mercato era affollato, d’asini muli giumente leardi, luccicanti di specchietti, sgargianti di fettucce nappe piume, scroscianti di campanelle e di cianciane. E cristiani erano a cavallo, a terra, aste di bandiere nelle mani, trùsce e colini pieni di mangiare, ridenti nelle facce azzurre rasate quel mattino. Aspettavano, gli occhi puntati sulla porta della Casa, l’uscita dei capi dirigenti.
Dai balconi dei palazzi prospicienti lo spiazzo, detto in altro modo l’Arenazzo (luogo di sosta de’ carrettieri venuti da Butèra, Riesi o Terranova, sfregatoio di bestie a zampe in aria, riposo dentro il fondaco, tanfo di corno arso per la ferratura nella forgia, cardi bolliti e bicchier dì vino dentro la potìa), dai balconi del palazzo Àccardi e del palazzo Alberti, dalla farmacia Colajanni, financo dalla canonica di San Rocco, guardavano a questo assembramento di villani, a questo cominciamento di processione, a questa festa nuova, fuori d’ogni usanza e d’ogni calendario.
E nel vocìo sommésso, nel mormorio di saluti e di discorsi, nello stridere del ferro di zoccoli e di chiodi, nel tintinnìo di campanelle, nel fumo di trinciati e toscanelli, trillarono i banjo, i mandolini infiocchettati de’ barbieri che, lustri più di tutti nelle facce, nelle lune e nei capelli, con le loro dita magre dall’unghie coltivate attaccarono a suonare l’Internazionale. E subito Bandiera rossa, l’Inno di Garibaldi e di Mameli. Staccarono dalle corde le stecche a cuore di celluloide quando s’aprì la porta della Casa del Popolo uscirono La Marca, Cardamòne, Siciliano, Pirrone e altri ancora, che traversarono tutto lo spiazzo, si portarono in testa, verso l’imbocco della via Bivona, e salirono in groppa alle bestie. Guardinghi, ché non tutti avevan confidenza con gli animali, questi giovani mazzarinesi usciti dalla guerra, ch’avevan studiato, ma studiato, contro i libri di carta e di parole della scuola, sopr’altri libri, e di più con passione sopra il libro del paese, in cui avevan letto chiaramente la lunga offesa, la storica angheria, la prepotenza dei baroni. Eredi ma diversi d’altri precedenti. Come don Oreste Paraninfo che nudo, di notte, suonava al violino sul balcone Mozart e Beethoven. O come don Rocco Colajanni, il farmacista, ateo inveterato, che sul letto di morte, la figlia terziària e le monache assistenti esulcerate, volle da leggere il suo Decamerone. O come il medico Giunta, ché andando sul Corso per le visite, alzando gli occhi ai balconi dei palazzi, sputava e imprecava; «Ah porci, ah baroni!».
Questi giovani ch’avevan determinato il successo del Blocco del Popolo alle elezioni, e che ostentatamente, dopo la vittoria, uno accanto all’altro, ostruendo la strada, andavano avanti e indietro lungo il Corso per dispetto agli avversari. «Una sventagliata di mitra, ecco quel che ci vorrebbe! Guardateli!… Proprio ora che sono a tiro tutti quanti… Ta-ta-tatà e, in un attimo, ci si potrebbe liberare di questi scalzacani» vociava don Turiddu Bàrtoli da sopra il suo balcone coi campieri schierati alle sue spalle. In testa, angelo custode, mignatta e protettore, don Peppino, Falzone di cognome, capo mafia di nome e d’azione, compare dello Scebba, altro capo di Butèra.
Quando tutti furono assettati sopra le cavalcature, il trombettiere della cooperativa “L’Agricoltore” suonò il motivo della sveglia, come da soldato. Il La Marca, da sopra il suo cavallo, si girò verso la folla, alzò il braccio e urlò:
“Avanti!”

(brano del racconto Ratumemi, in Le pietre di Pantalica)

Vincenzo Consolo