Vincenzo Consolo L’opera completa libreria Cavallotto

Vincenzo Consolo: l’opera completa

Vincenzo Consolo: l’opera completa

Venerdì 27 febbraio ore 17,30
Corso Sicilia 91

Presentazione del recente Meridiano
Vincenzo Consolo L’opera completa
Mondadori.

Ne parleranno Rosalba Galvagno, Attilio Scuderi,
Dario Stazzone e Salvatore Trovato.

consolo opera completa

L’opera completa di Vincenzo Consolo esca finalmente nei Meridiani Mondadori, Con un saggio introduttivo di Gianni Turchetta e uno scritto di Cesare Segre

 

Vincenzo Consolo , l’implacabile siciliano

Vincenzo Consolo, l’implacabile siciliano
LIBRI E FUMETTI
Mondadori pubblica per la collana I Meridiani “L’opera completa di Vincenzo Consolo” a cura di Gianni Turchetta, docente di Letteratura italiana contemporanea all’Università di Milano, che raccoglie la produzione letteraria dell’autore di Sant’Agata di Militello definito dal curatore del volume «Ostinatamente e implacabilmente siciliano»

di Giuseppe Lorenti
da sicilymag.it

L’Italia, senza la Sicilia, non lascia alcuna immagine nell’anima: qui è la chiave di tutto – Johann Wolfgang Goethe, Viaggio in Italia

Vincenzo Consolo è la Sicilia. Così, è difficile quando pensi a Consolo, ai suoi romanzi e saggi non legarlo alla sua terra. La Sicilia come paradigma e metafora dell’Italia, forse del mondo, un’isola che potrebbe essere un paradiso e che, invece, troppo spesso è stata un inferno. I maggiori studiosi di letteratura italiana considerano lo scrittore di Santa Agata di Militello uno dei pochi, nel panorama italiano del XX secolo, a poter mostrare cosa è stato, cosa ancora è per l’Occidente moderno la letteratura. Mondadori ha, da poco, pubblicato nella collana i Meridiani “L’opera completa di Vincenzo Consolo”, a cura di Gianni Turchetta, docente di Letteratura Italiana Contemporanea alla Università Statale di Milano. Perché sia chiaro del valore e dell’importanza dello scrittore siciliano Cesare Segre nell’introduzione all’opera lo definisce “ il maggior scrittore italiano della sua generazione”.

Il volume raccoglie la sua produzione letteraria, da La ferita dell’Aprile a Di qua dal faro, e Gianni Turchetta ha fatto un grande lavoro, accurato, chiaro, basterebbe leggere la cronologia per capire la ricchezza e il rigore del lavoro del curatore.
Turchetta ci fa comprendere meglio che scrittore, che siciliano, che italiano è stato Vincenzo Consolo: «La forza di Consolo sta nel rappresentare una Sicilia che è, davvero, Sicilia. Studiata, documentata e vissuta sulla propria pelle, quella Sicilia che riesce a diventare metafora del mondo. Si posso dirlo, Consolo è stato ostinatamente e implacabilmente siciliano».

Indubbiamente è stato un autore plurale, complesso, nella lingua e nello stile.
«E’ uno scrittore sperimentale ma non è uno scrittore di avanguardia. Il suo atteggiamento nei confronti della tradizione non è di rifiuto. Da un lato vuole innovare il linguaggio, le forme letterarie, ma non lo fa rinnegando la tradizione bensì reinventandola a suo modo. Consolo rifiuta una letteratura che sia troppo commerciale, troppo incline a soddisfare gusti facili, polemizza anche con scrittori che sono stati dei maestri e a cui rimprovera un linguaggio troppo chiaro e comunicativo. In questo senso è molto delicato il rapporto che aveva con Leonardo Sciascia che è chiaramente un maestro di letteratura civilmente impegnata però non è, esattamente, un suo maestro di stile».

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Gianni Turchetta

Per capire davvero la sua scrittura è necessario capire che un grande lavoro è stato fatto sulla lingua ma non solo su quella. C’è un enorme lavoro sulle strutture. «In tutta la sua opera c’è tanta verità. Consolo costruisce una lingua ad alta densità di forme e significati e questo lo fa moltiplicando il proprio discorso letterario a vari livelli. Uno è quello del linguaggio, una mescolanza di tanti italiani, di tanti dialetti, spesso ha usato un siciliano non vocabolarizzato; un altro è quello dei generi letterari, ogni sua opera è, difficilmente, identificabile in un genere preciso. Un elemento decisivo per la molteplicità consoliana è la moltiplicazione dei soggetti, mette in gioco diverse prospettive. In questo modo Vincenzo Consolo ci ricorda che la realtà è fatta di più prospettive, la realtà è plurale, e che ogni soggetto rappresentato porta con sé una propria verità».

“L’opera completa di Vincenzo Consolo” a cura di Gianni Turchetta sarà presentata alla Libreria Cavallotto di Catania (corso Sicilia, 91), venerdì 27 febbraio alle ore 17.30, ne parleranno Rosalba Galvagno, Attilio Scuderi, Dario Stazzone e Salvatore Trovato.

La herida de abril Traduccion de Miguel A. Cuevas

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Vincenzo Consolo | La ferita dell’aprile
[Mondadori, Milán, Italia, 1963]
La herida de abril
Miguel Ángel Cuevas   (Traducción)

Vincenzo ConsoloUna célebre idea de Eliot –“abril es el mes más cruel”- reformulada por el poeta Basilio Reale, presta el título a la primera novela del siciliano Vincenzo Consolo, La herida de abril, que vio la luz en 1963 con Mondadori y tuvo una segunda edición en Einaudi en 1977, pero que permanece inédita en castellano hasta la fecha.

En palabras del traductor Miguel Ángel Cuevas, que traslada a nuestro idioma con muy lograda fidelidad toda la aspereza poética y dialectal del texto, los grandes temas de Consolo están ya presentes en esta ópera prima, como el reflejo “de la enésima desposesión histórica, de la permanente violencia del poder, de la desorientación —no sin tintes irónicos— que provoca una educación sentimental emocionalmente lastrada; pero la fractura que narra es asimismo la que se vislumbra entre el acontecer vital y la literatura: la herida que, tras el fracaso y el escarnio del muchacho enamorado, abre el camino a la obstinación memorial del personaje, un aprendiz de escritor”.

Siciliano afincado en Milán pero nunca desvinculado de su isla, Consolo (Sant Agata di Militello, 1933) es sobre todo conocido como autor de una trilogía que parte de la invasión garibaldina de 1860 con La sonrisa del ignoto marinero, prosigue con los albores del fascismo en Italia con De noche, casa por casa y llega a la contemporaneidad con El pasmo de Palermo. Otras obras suyas traducidas al castellano son la hermosa novela Retablo, el texto dramático Lunaria o los ensayos breves reunidos bajo el título A este lado del faro. Entre sus premios destacan el Strega, el Pirandello, el Brancati o el Grinzane Cavour.

MediterráneoSur ha publicado asimismo una entrevista con Consolo: «Hoy es difícil imaginar en Europa un país más fascista que Italia» [Nov 2009]

[Alejandro Luque]

La herida de abril

Capítulo I

De los primeros dos años que pasé viajando me queda la carretera enroscada como una cinta, que puedo desenrollar: ver otra vez las revueltas, las zanjas, los montones de grava alquitranada, la cruz de hierro pasionista; notar de nuevo el sol en el muslo, el olor a chotuno, la rueda que se desinfla, la naftalina que emana de las ropas. La escuela apenas la recuerdo. Pero sí la camioneta, la preñavieja, como decía Bitto, ya que, tan machacada, era un milagro que llevara gente. Además que los mejores ratos los pasé con ella: al amanecer, en la plaza del pueblo, esperando a los pasajeros —enfermos con la almohada y la manta de la cama, diligencieros, propietarios que tenían asuntos en el Registro o en el Catastro, gente que se quedaba en la marina o que tomaba el directo para Messina-, y luego, en la estación, donde enlazaba con el rápido de las dos y media.

No sé cómo empecé a ayudar a Bitto, el caso es que me veo subiendo la escalerilla, caminando por el techo para colocar los bultos, lanzarle, a una señal, el cabo de la cuerda que lo amarrara.¿Qué puedo recordar de aquellos años de clases y de curas si me lo tomé tan a disgusto desde el primer día, si Bitto se cachondeaba de los libros, si me fascinaba cómo conducía, y la camioneta, la vida en movimiento? También pedía yo los billetes con la carterilla negra en bandolera, o corría a la fuente con la zafa para limpiar los cristales de los vómitos de las mujeres y los niños.

—¿Tú al colegio qué vas, a trajinar?— preguntaba mama viéndome las manos sucias, la chaqueta manchada.

Como todo lo bueno, la vida con la camioneta se acabó después que le soplaran a tío Peppe que Bitto me tenía de ayudante. Me colocó de pupilo en una casa y ese fue el día que empezó el colegio.

Un agujero grande como un pozo desgarraba el piso superior frontero al mar, en las ventanas con tiestos encima de las lastras, desde donde los curas, en verano, contemplan al personal que va y viene por la calle, leyendo el breviario ocultos entre las hojas de la malvarrosa, como muchachas a la espera del amor.

Las tejas aún blanqueadas de cal con cruces rojas a derecha e izquierda, encima de la iglesia y del teatro, como si fuera un hospital. Muy sabia decisión: se engañaba a los aviones. ¿Y los barcos? Los barcos miraban de manera horizontal y el resultado es este agujero como un pozo de grande. El proyectil había entrado por donde el padre rector, había perforado la pared opuesta y se había hincado en el patio; la O desapareció y la T de INSTITUTO pendía de un clavo en el aire. Corrió entonces la voz que toda la construcción se había hecho cisco, pero a la vuelta de la evacuación se constató este leve daño, y puesto que los albañiles se habían esfumado como quinina en tiempo de malaria, este es el año que los tienes aún en el castillo tirando de espuertas de mezcla.

El patio en declive, una porción de colina descendiente: las voladoras, el columpio, los zancos, los tejos, el aleleví. La chusma de raqueros corre enloquecida tras un balón. Otros, nosotros, nos distraemos con la oca y el monopoli.

En el mes de diciembre, la segunda quincena, estábamos en la iglesia para oír la novena. Qué frío por los huesos: parecía cielo abierto (viento de tierra y viento de mar), el desplazamiento de aire había hecho añicos los vidrios de colores y los sacos que habían clavado batían contra el muro como velas. Por suerte ya desde Difuntos empezó a hacerse la colecta en misa para estos vidrios de antes de la guerra con el cordero y las palmas, la vid y los racimos, la roca y los siete riachuelos, lirios y margaritas. A las nueve, cuando hacía bueno, iban a cruzarse a media altura los rayos del azul al rosa y, con el incienso, a uno recién comulgado o en gracia simplemente, le parecía estar entre esas bellas nubes que son el paraíso en los recordatorios.

¡Un frío! El oficio dura que te dura, siempre quietos. La salida era ser el incensor, pero te puede tocar una tarde y, esperando esperando, al final hasta te saltan; sobre todo se precisa seriedad, no reírse al mirar a la cara a los compañeros cuando te llegas a la balaustrada, brazo muerto y la mano como piña, tres meneos a la derecha, tres al centro y tres a la izquierda. Pero también los monaguillos, que iban y venían entre iglesia y sacristía según los oficios, podían beneficiarse del turíbolo, y hasta de las obleas para las hostias y del vino. Los cantores, los de siempre, pasada la criba de los ensayos con escalas, voz pura y argentina, belleza del alma reflejada en ojos y garganta: en esto Tano Squillace se llevaba la palma, y asimismo Vittorio Seminara, recién elegido presidente de la Inmaculada. Se acabó cuando las tetillas se bufan como botones y el labio bajo la nariz se pone negro, te sale una voz nueva incontrolable que quiere imitar la de un hombre y que no sabe: «el más grave en los climas demasiado cálidos es el tan debatido problema del estado de pureza en el periodo de la adolescencia».

Aquella tarde el del incienso pegó un patinazo. Yo, por mi parte, me organicé bien aquella vez o dos que me tocó hacerlo (que me ponía rojo dice, ¿a santo de qué?), los ojos al suelo y «toma Alfio Cirino y Filadelfio, ay Alfio Cirino y Filadelfio, pobre Alfio Cirino y Filadelfio» . Ya estaba: reverencia, mediavuelta, genuflexión y fuera.

Sucedió que Costa Benito, el hijo del ex-guarda de la ex-cámara fascista, apareció por la tarde en el colegio estrenando una camisa verde, y hasta aquí nada que decir, pero la pifió con los dos hermanos detrás, con camisas roja y blanca (esta última la llevaba el pequeñajo gordo y en los hombros se le traslucía claramente el descosido del bordado con el blasón real). ¡Tarariií… fiiir-més! Costa no necesitó más preámbulos y despachó a aquellos dos para casa que lloraban casi de la pena de perderse el vale de cincuenta por la novena completa que servía para el cine Fiat Voluntas Dei Angelo Musco la tarde de Navidad o Nochevieja. En la iglesia, en primera fila, Filippo Mùstica (¡quién si no!) se hizo adelante, las manos de bocina, y atacó:

y la bandera tricolor
ha sido siempre la más bella

etcétera, y Costa, que el brazo estirado llevaba y la mano de piña, y estaba comenzando toma Alfio, a mi manera, se trabucó: las cadenillas de oro se le enredaron en el encaje del roquete y las brasas se desperdigaron por los tres peldaños del presbiterio. No veas, el uno se agachaba bajo el banco para desahogarse, el otro se tapaba la boca con el pañuelo. Costa, tras un vano intento de recoger los tizones, corrió a la sacristía. Acudió el prefecto, el que se ocupa del orden y de la disciplina, y empezó con el chis eh chis con una cara que ya te contaré. Inmediatamente recompuestos, la atención se dirigió hacia el padre rector que oficiaba y hacia el altar, sobre el que se había colocado la cueva de cartón oculta por el velo morado que caería la noche del veinticuatro con el gloria in excelsis y las campanas dale que te pego. La iglesia se puso oscura en un momento y sólo las velas alumbraban el altar. El acólito le dio al pedal de firme y hubo enseguida un chirrido y luego las primeras notas sopladas y el canto de sopranos y contraltos alternativamente:

—Regem venturum Dominum,

—Venite, adoremus.

—Ecce Dominus veniet, et erit in die illa lux magna…

Y la luz no venía, hacía falta otra ráfaga de viento que desenganchara los plomos que hacían contacto, pero los cantores en la oscuridad parecían mejores. ¿De dónde salen estas voces, del cielo, de la tierra, de bajo la casulla, de la capa pluvial?

—Prope est iam Dominus…

—Veni, Domine, et noli tardare… —Veni, et ostende nobis faciem tuam…

El cántico acabó y el armonio se desinfló como una rana y, en el silencio, un pesado paso de zapatos claveteados, que si te los imaginas arrastrándose por el suelo se te ponen los pelos de punta, avanzó desde el fondo oscuro de la iglesia por el pasillo entremedio de los bancos. Uuuu… hizo el viento, y las llamitas del altar se estremecieron y la luz volvió de golpe. Un soldado alto y delgado apareció a los pies del presbiterio; ayvá, todos los ojos encima de él, pero, de espaldas, sólo había uniforme, con el correaje ancho que colgaba de la cintura por la cacha. En la genuflexión se retorció como un árbol en invierno, luego se irguió, giró a la derecha y la cara lanzó destellos por los lentes. Giró de nuevo y se mostró de frente, pero la gran cruz roja sobre el pecho atrajo la atención y no dejó tiempo para el resto. Se inclinó ante el peldaño de la hornacina de San Bosco, abrió el breviario, clavó allí su cabeza de jilguero, se puso a musitar.

Cantó fuerte el padre rector en tono capitular:

—Praecursor pro nobis ingreditur… Ipse est Rex iustitiae, cuius generatio non habet fine-e-em.

—Deo gratia-a-as —respondieron los cantores.

Pero ¿quién prestaba atención a los oficios? Los de los primeros bancos echábamos al militar miradas de reojo, que estaba el prefecto al acecho.

Filippo dijo: —Este es un teniente capellán. ¿De qué va, si ya acabó la guerra?

Los cantores atacaron aún un himno, un motivo ligero y brillante que no parecía gregoriano, se podía perfectamente bailar. ¿Que no? En la sacristía, jo cuántas veces, con cabos en las manos. Yo entornaba los ojos, las pestañas rozándose apenas, y los cantores en el presbiterio, desde uno y otro lado, avanzaban cantando hacia el centro y hacían el corro, sus bonitas sotanas rojas y los roquetes blancos hinchados por el viento, luego se soltaban intercambiándose los sitios, y luego otra vez, hasta decir amén. Dice que los antiguos danzaban y está escrito que David se inventaba las oraciones cantando y danzando cítara en mano. Pero los cantores, allí en el altar, se dejaban llevar todos por igual, meciendo la cabeza a un tiempo.

«Con sus ángeles y sus santos». Rector acólitos cantores entraron en fila para la sacristía, los fieles salieron por la puerta del fondo y los del oratorio del colegio nos quedamos quietos en nuestro sitio para escuchar el sermón vespertino de nuestro prefecto. Squillace, Seminara y los demás monaguillos volvieron a los bancos desvestidos de sus hábitos. El prefecto subió al púlpito, se agarró al antepecho con las manos, basculó para atrás y para adelante, tan adelante que es que se tiraba, nos miró uno a uno fijo a los ojos, la boca apretada como una raya de tiza. ¿Habla o no habla? La primera palabra nos abriría el corazón. ¡Acabáramos! Incalificables, idiotas, estúpidos, reírse por un motivo que no era para reírse, ni mucho menos; tomar la iglesia por el patio o el teatro; prepararse tan mal para la Santa Navidad, mala cosa. El discurso este ya nos lo conocíamos, la novedad fue la mención de Filippo, personal. —Tú, Mùstica —y lo señaló con el dedo—, levántate.

Filippo no era de los que se enredan así como así, se levantó cansino, como quien acaba de despertarse.

—Y ahora dime: ¿tú crees o no crees que ahí dentro está nuestro Señor?

Vaya lo que se le ocurría al prefecto. Filippo abrió los brazos y agachó la cabeza como diciendo «natural».

—Y entonces —tronó el superior— ¿por qué te meneas hablas te ríes, eh? Si tuvieras eso siempre presente… ¡Tú y tus compañeros! El teniente capellán había cerrado el breviario, se había sentado y escuchaba con una sonrisa en los labios.

El prefecto apartó los brazos del púlpito y los cruzó sobre el pecho.

—Y ahora, pero no os lo merecéis —dijo—, os doy una buena noticia: ha recalado entre nosotros, asignado a este colegio, un hermano nuestro, el padre Sergio —y sonrió al capellán. —El padre Sergio es un repatriado, un capellán castrense que vuelve de la guerra. El Señor ha sido bondadoso al querer enviarlo precisamente aquí. No soy yo quien ha de deciros quién es el padre Sergio: aprenderéis por vosotros mismos a conocerlo y a quererlo. Ahora le ruego que os dirija unas pocas palabras de salutación.

El prefecto descendió del púlpito y subió el capellán. Comenzó: —Queridos muchachos…

Qué ronco estaba, la voz le salía ahogada, como de vendedor al cierre del mercado.

—Imaginaos…

¿Por qué no escupía? A lo mejor se aliviaba.

—La guerra…

Dice que una cosa que es menester en estos casos es un cacho de carbón encendido metido en vino en un vaso, y la cama con un ladrillo caliente bajo los pies.

—Entre las nieves de Rusia…

¡Adiós! ¿También flemas? Se puso a carraspear y a toser, pobre, que parecía un concierto de pitos.

—…Vuestro afecto, vuestra conducta ejemplar, la práctica religiosa, el estudio…

¡Ah, se liberó! Hizo un rebujo con el pañuelo y lo volvió al bolsillo.

—En fin, os doy las buenas noches.

Y ya iba a descender, pero se detuvo; era el prefecto que, sacudiendo los brazos, había acudido bajo el púlpito para susurrarle alabado sea Jesucristo.

—Alabado sea Jesucristo —don Sergio . —Sea por siempre alabado —nosotros todos a coro.

Costa había salido de la sacristía con la caña larga en las manos y le costaba apagar las velas del altar mayor, parecía que persiguiera palomillas: el apagador le oscilaba y no conseguía parar el cucurucho encima de la llama. Quizá le temblaban las manos por el frío o todavía por la agitación del incidente del turíbulo.

Se fueron todos, ordenadamente y en silencio, en fila, los dedos en la pila, la cruz, pero en el pasillo largo estallaron los saltos y las voces, carrerillas y empujones, manotazos y mascadas, lo normal.

Yo me quedé en mi sitio, de rodillas, como si rezara, para seguir estudiando a don Sergio, allá en un rincón en recogimiento; y delante de mí, también de rodillas, Squillace y Seminara. Costa había apagado velas y luces, San Bosco y María Auxiliadora, las estaciones y la lámpara grande. Ahora la mariposa del vaso formaba un círculo con un ala de ángel dentro, una orilla del mantel de flecos dorados y el IHS también de oro, el atril vacío, las vinajeras y el frasco del lavatorio. El incienso se había disipado, las últimas nubecillas colgaban del techo y desde allí salían por las ventanas abiertas al aire libre de diciembre. Y no había más. Don Sergio desaparecido en la oscuridad, quedaba de él una mancha negra, casi como si se hubiera puesto ya los hábitos. ¿Qué chiste tenía seguir allí mirando? Yo me iba, pero Squillace y Seminara se quedaban. ¡Vaya unas ganas, esos dos! Que se hacían los cinco dieces cabales o si no las estaciones, que no era el caso en periodo de Adviento. O si no la Buena Muerte. Capaces eran.

—Pues buen provecho . Yo sin pasarme, que luego no puedo ni respirar. ¡Aire, aire!

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E il sorriso si fece barocco

E il sorriso si fece barocco
01 febbraio 2015

A tre anni dalla morte, il Meridiano con l’opera completa e alcuni saggi critici lo colloca tra i maggiori del’ 900

di Salvatore Silvano Nigro
Domenica del Sole24ore

Quando si accinse a raccontare il “sorriso” nella pittura europea, Daniel Arasse si arrestò davanti a una scoperta imprevista. Dovette constatare che fu Leonardo da Vinci a inventare il «ritratto con il sorriso». Prima della Gioconda c’era stato sì l’«uomo che ride» di Antonello da Messina, misterioso nella sua bellezza senza biografia; ma l’increspatura dilatata delle labbra sortiva l’effetto, in quel ritratto conservato a Cefalù, di una smorfia se non proprio di un ghigno. L’anonimità del personaggio di Antonello aveva già acceso la fantasia di Vincenzo Consolo, che aveva raccolto nella trama di un romanzo la vibrazione arricciata, insopportabilmente ironica, che infettava di malizia il volto dipinto sulla tavoletta quattrocentesca. La «chiocciola», che andava allargandosi attorno alle labbra stirate dell’uomo ridente di Cefalù, aveva indirizzato e determinato la trama del romanzo Il sorriso dell’ignoto marinaio di Consolo: il percorso a spirale della storia, le linee spezzate di una narrazione che si sottrae alle continuità e agli slarghi della costruzione romanzesca e su se stessa si avvolge in un disegno di contrappunti o «riurti» e in un «giuoco delle somiglianze», le volute delle lumache studiate da un barone malacologo, l’architettura vorticante di un luogo di detenzione. L’opera, pubblicata nel 1976, è ambientata negli anni del Risorgimento in Sicilia. Racconta la rivolta contadina di Alcàra Li Fusi. E riprende la polemica contro le passioni politiche astratte e il tema dell’impostura storiografica, riportati all’attenzione dal Consiglio d’Egitto di Leonardo Sciascia. Scrive Salvatore Grassia: «La macchinazione narrativa del Sorriso nacque … proprio da una costola delConsiglio d’Egitto. E tuttavia, se l’Ulisse di Joyce – come diceva paradossalmente Borges – era la fonte dell’Odissea, per il semplice fatto che il romanzo dello scrittore irlandese aveva cambiato il modo di leggere il poema greco, allo stesso modo si potrebbe affermare che il romanzo di Consolo ha “barocchizzato” la lettura dell’apologo sciasciano sull’impostura».
Il sorriso dell’ignoto marinaio si impose subito come libro epocale: il capolavoro riconosciuto di una generazione che aveva attraversato il Sessantotto e i movimenti degli anni Settanta ed era sensibile a una metanarratività impostata sulla responsabilità politica della scrittura letteraria. Piacquero la precisione a scalpello del lavoro linguistico, la musicalità splendida della prosa, la scrittura di immagini, gli effetti plastici delle tante voci in campo, assorbite nelle inflessioni poderose e ritmate come nell’oralità di un antico contastorie siciliano. In una densa conversazione con Silvio Perrella lo stesso Consolo ha sintetizzato il salto di generazione che lo aveva contraddistinto: «gli scrittori della generazione che mi ha preceduto, parlo di scrittori di tipo razionalistico, illuministico, come Moravia, come Calvino come Sciascia» scelsero una «lingua geometrizzata … cristallina, limpida … Io mi sono sempre chiesto perché questi scrittori che hanno vissuto il fascismo e la guerra abbiano optato per questo tipo di scrittura e di concezione illuministica del mondo. Perché speravano, perché la loro era una «scrittura di speranza». Speravano che finalmente in questo paese si formasse, dopo la caduta del fascismo e la fine della guerra, una società civile con la quale comunicare… Quelli della mia generazione, che hanno visto succedere al regime fascista un altro regime, quello democristiano, hanno dovuto prendere atto che questa società non era ancora nata, che la società civile alla quale lo scrittore poteva rivolgersi non esisteva, quindi la mia opzione non è stata più in senso razionalistico, ma in senso, diciamo, espressivo», barocco: plurilinguistico e pluriprospettico.
Scrivendo di un più tardo romanzo di Consolo, Retablo, che ha per protagonista il pittore novecentesco Fabrizio Clerici travestito da settecentesco «archeologo dei propri sogni barocchi», Giuseppe Traina ha applicato allo stile dello scrittore siciliano la definizione che Sciascia aveva dato delle Confessioni palermitane dipinte dal vero Clerici: «Un delirio barocco riflesso da uno specchio illuministico»; ovvero, «un barocco senza inganni e un illuminismo senza illusioni, giuste le lezioni di Leopardi e Pirandello (e di Sciascia)».
Il Meridiano dedicato a Consolo colloca lo scrittore tra i classici del Novecento. Nella premessa al volume, Cesare Segre esordisce lapidariamente: «Voglio subito enunciare un giudizio complessivo: Consolo è stato il maggiore scrittore italiano della sua generazione». Curata con passione da Gianni Turchetta, la raccolta di romanzi e saggi (e racconti; con la precisazione che Consolo si è sempre mosso ai confini dei generi letterari, praticando commistioni e ibridazioni), si apre con La ferita dell’aprile del 1963 e si chiude con Di qua dal faro del 1999. Include la «favola teatrale» Lunaria del 1985, Retablo del 1987 e, insieme a Le pietre di Pantalica del 1988, L’olivo e l’olivastro del 1994; allinea poi, lungo un percorso di intima tragicità che va dalla crisi delle illusioni all’ansia inquieta dell’afasia, la trilogia della storia: il Sorriso sul Risorgimento; Nottetempo, casa per casa, sull’avvento del fascismo; Lo spasimo di Palermo, sulla «collusione tra mafia e potere politico, con le stragi mafiose degli anni Novanta».
Nell’imponente apparato, il curatore segue la storia interna delle singole opere: il loro farsi e stratificarsi nel tempo, secondo la memoria che esse conservano del loro stesso costruirsi e grazie alle carte gelosamente ordinate e custodite nel vasto archivio privato. È un lavoro gigantesco, che fa i conti con la complessità di una scrittura letteraria che sin dall’inizio ha praticato citazioni, autocitazioni, evocazioni di reperti d’arte (dalle fotografie, alle pitture e sculture: dai quadri insospettabili di Turner, alle metope di Selinunte), rifacimenti di pagine di scrittori barocchi come Bartoli, e di scrittori più vicini come il Nabokov di Lolita; non senza la complicazione di più innesti nel corpo stesso di questa letteratura sulla letteratura, come ha documentato Grassia, individuando «le vele le vele» di Dino Campana che prendono vento dentro una pagina di Bartoli da Consolo rilavorata con l’aiuto del De Aetna di Bembo.
Turchetta rivede i testi. Corregge persino, e giustamente, qualche ipercorrettismo del curatore dell’edizione critica del Sorriso dell’ignoto marinaio. Io però non avrei accolto lo scioglimento di un’abbreviatura epigrafica contenuta in un cartiglio. Nella prima edizione del Sorriso, si legge «COEFALEDU SICILIAE URBS». Doveva essere «COEFALEDŪ». Chiaramente è caduto il segno abbreviativo, che va ripristinato. Lo scioglimento («COEFALEDUM») appanna il gusto arcaicizzante dello scrittore, la sua passione per l’immagine.
Corredano il volume un utile glossario, una dettagliatissima cronologia della vita, e una bibliografia esaustiva. Viene ricordato, a proposito del racconto Libertà di Verga presente al Consolo del Sorriso, anche il film di Vancini, Bronte: cronaca di un massacro. Sciascia collaborò alla sceneggiatura, fiancheggiato da Benedetto Benedetti da poco scomparso. E qui mi piace ricordare il vecchio film-maker, che un giorno, tanti anni fa, in tempi difficili, non esitò a improvvisarsi editore per pubblicare le poesie dialettali di Tonino Guerra.

I LIBRI DI CUI SI PARLA

Vincenzo Consolo, L’opera completa, a cura e con un saggio introduttivo di Gianni Turchetta e uno scritto di Cesare Segre, I Meridiani, Mondadori, pagg. 1.564, € 80,00
Salvatore Grassia, La ricreazione della mente. Una lettura
del «Sorriso dell’ignoto marinaio», Sellerio, pagg. 78, € 12,00
Silvio Perrella, In fondo al mondo. Conversazione in Sicilia con Vincenzo Consolo, Mesogea, pagg.80,
€ 6,00
Giuseppe Traina, Siciliani ultimi? Tre studi su Sciascia, Bufalino, Consolo. E oltre, Mucchi Editore, pagg. 118, €15,00

foto di Claudio Masetta Milone.
foto di Claudio Masetta Milone.

E il sorriso si fece barocco

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1 feb 2015 Il Sole 24 Ore

Quando si accinse a raccontare il “sorriso” nella pittura europea, Daniel Arasse si arrestò davanti a una scoperta imprevista. Dovette constatare che fu Leonardo da Vinci a inventare il «ritratto con il sorriso». Prima della Gioconda c’era stato sì l’«uomo che ride» di Antonello da Messina, misterioso nella sua bellezza senza biografia; ma l’increspatura dilatata delle labbra sortiva l’effetto, in quel ritratto conservato a Cefalù, di una smorfia se non proprio di un ghigno. L’anonimità del personaggio di Antonello aveva già acceso la fantasia di Vincenzo Consolo, che aveva raccolto nella trama di un romanzo la vibrazione arricciata, insopportabilmente ironica, che infettava di malizia il volto dipinto sulla tavoletta quattrocentesca. La «chiocciola», che andava allargandosi attorno alle labbra stirate dell’uomo ridente di Cefalù, aveva indirizzato e determinato la trama del romanzo Il sorriso dell’ignoto marinaio di Consolo: il percorso a spirale della storia, le linee spezzate di una narrazione che si sottrae alle continuità e agli slarghi della costruzione romanzesca e su se stessa si avvolge in un disegno di contrappunti o «riurti» e in un «giuoco delle somiglianze», le volute delle lumache studiate da un barone malacologo, l’architettura vorticante di un luogo di detenzione. L’opera, pubblicata nel 1976, è ambientata negli anni del Risorgimento in Sicilia. Racconta la rivolta contadina di Alcàra Li Fusi. E riprende la polemica contro le passioni politiche astratte e il tema dell’impostura storiografica, riportati all’attenzione dal Consiglio d’Egitto di Leonardo Sciascia. Scrive Salvatore Grassia: «La macchinazione narrativa del Sorriso nacque … proprio da una costola del Consiglio d’Egitto. E tuttavia, se l’Ulisse di Joyce – come diceva paradossalmente Borges – era la fonte dell’Odissea, per il semplice fatto che il romanzo dello scrittore irlandese aveva cambiato il modo di leggere il poema greco, allo stesso modo si potrebbe affermare che il romanzo di Consolo ha “barocchizzato” la lettura dell’apologo sciasciano sull’impostura».
Il sorriso dell’ignoto marinaio si impose subito come libro epocale: il capolavoro riconosciuto di una generazione che aveva attraversato il Sessantotto e i movimenti degli anni Settanta ed era sensibile a una metanarratività impostata sulla responsabilità politica della scrittura letteraria. Piacquero la precisione a scalpello del lavoro linguistico, la musicalità splendida della prosa, la scrittura di immagini, gli effetti plastici delle tante voci in campo, assorbite nelle inflessioni poderose e ritmate come nell’oralità di un antico contastorie siciliano. In una densa conversazione con Silvio Perrella lo stesso Consolo ha sintetizzato il salto di generazione che lo aveva contraddistinto: «gli scrittori della generazione che mi ha preceduto, parlo di scrittori di tipo razionalistico, illuministico, come Moravia, come Calvino come Sciascia» scelsero una «lingua geometrizzata … cristallina, limpida … Io mi sono sempre chiesto perché questi scrittori che hanno vissuto il fascismo e la guerra abbiano optato per questo tipo di scrittura e di concezione illuministica del mondo. Perché speravano, perché la loro era una «scrittura di speranza». Speravano che finalmente in questo paese si formasse, dopo la caduta del fascismo e la fine della guerra, una società civile con la quale comunicare… Quelli della mia generazione, che hanno visto succedere al regime fascista un altro regime, quello democristiano, hanno dovuto prendere atto che questa società non era ancora nata, che la società civile alla quale lo scrittore poteva rivolgersi non esisteva, quindi la mia opzione non è stata più in senso razionalistico, ma in senso, diciamo, espressivo», barocco: plurilinguistico e pluriprospettico.
crivendo di un più tardo romanzo di Consolo, Retablo, che ha per protagonista il pittore novecentesco Fabrizio Clerici travestito da settecentesco «archeologo dei propri sogni barocchi», Giuseppe Traina ha applicato allo stile dello scrittore siciliano la definizione che Sciascia aveva dato delle Confessioni palermitane dipinte dal vero Clerici: «Un delirio barocco riflesso da uno specchio illuministico»; ovvero, «un barocco senza inganni e un illuminismo senza illusioni, giuste le lezioni di Leopardi e Pirandello (e di Sciascia)».
Il Meridiano dedicato a Consolo colloca lo scrittore tra i classici del Novecento. Nella premessa al volume, Cesare Segre esordisce lapidariamente: «Voglio subito enunciare un giudizio complessivo: Consolo è stato il maggiore scrittore italiano della sua generazione». Curata con passione da Gianni Turchetta, la raccolta di romanzi e saggi (e racconti; con la precisazione che Consolo si è sempre mosso ai confini dei generi letterari, praticando commistioni e ibridazioni), si apre con La ferita dell’aprile del 1963 e si chiude con Di qua dal faro del 1999. Include la «favola teatrale» Lunaria del 1985, Retablo del 1987 e, insieme a Le pietre di Pantalica del 1988, L’olivo e l’olivastro del 1994; allinea poi, lungo un percorso di intima tragicità che va dalla crisi delle illusioni all’ansia inquieta dell’afasia, la trilogia della storia: il Sorriso sul Risorgimento; Nottetempo, casa per casa, sull’avvento del fascismo; Lo spasimo di Palermo, sulla «collusione tra mafia e potere politico, con le stragi mafiose degli anni Novanta».
Nell’imponente apparato, il curatore segue la storia interna delle singole opere: il loro farsi e stratificarsi nel tempo, secondo la memoria che esse conservano del loro stesso costruirsi e grazie alle carte gelosamente ordinate e custodite nel vasto archivio privato. È un lavoro gigantesco, che fa i conti con la complessità di una scrittura letteraria che sin dall’inizio ha praticato citazioni, autocitazioni, evocazioni di reperti d’arte (dalle fotografie, alle pitture e sculture: dai quadri insospettabili di Turner, alle metope di Selinunte), rifacimenti di pagine di scrittori barocchi come Bartoli, e di scrittori più vicini come il Nabokov di Lolita; non senza la complicazione di più innesti nel corpo stesso di questa letteratura sulla letteratura, come ha documentato Grassia, individuando «le vele le vele» di Dino Campana che prendono vento dentro una pagina di Bartoli da Consolo rilavorata con l’aiuto del De Aetna di Bembo.
Turchetta rivede i testi. Corregge persino, e giustamente, qualche ipercorrettismo del curatore dell’edizione critica del Sorriso dell’ignoto marinaio. Io però non avrei accolto lo scioglimento di un’abbreviatura epigrafica contenuta in un cartiglio. Nella prima edizione del Sorriso, si legge «COEFALEDU SICILIAE URBS». Doveva essere «COEFALED ». Chiaramente è caduto il segno abbreviativo, che va ripristinato. Lo scioglimento («COEFALEDUM») appanna il gusto arcaicizzante dello scrittore, la sua passione per l’immagine.
Corredano il volume un utile glossario, una dettagliatissima cronologia della vita, e una bibliografia esaustiva. Viene ricordato, a proposito del racconto Libertà di Verga presente al Consolo del Sorriso, anche il film di Vancini, Bronte: cronaca di un massacro. Sciascia collaborò alla sceneggiatura, fiancheggiato da Benedetto Benedetti da poco scomparso. E qui mi piace ricordare il vecchio film-maker, che un giorno, tanti anni fa, in tempi difficili, non esitò a improvvisarsi editore per pubblicare le poesie dialettali di Tonino Guerra.

L’ignoto Consolo marinaio di Sicilia
Lo scatto fantastico della letteratura come opposizione alle sconfitte della ragione
Ernesto Ferrero Tuttolibri 7 2 2015
Raccontava Vincenzo Consolo d’aver provato come una scossa, vedendo il ritratto d’ignoto di Antonello da Messina conservato al Museo Mandralisca di Cefalù. Gli sembrava qualcuno di famiglia, che parlava proprio a lui. Da quell’agnizione, carica di ghiotti misteri, prendeva forma quello che sarebbe rimasto il suo capolavoro, Il sorriso dell’ignoto marinaio, apparso a sorpresa da Einaudi nel 1976 dopo una gestione lunga e tormentata: un manufatto d’altissima oreficeria nel cuore degli anni di piombo.
L’ignoto (probabilmente un notabile liparitano) è quasi diventato un suo alter ego. Il suo sorriso ha qualcosa di sarcastico e beffardo, la malizia volpina di un mercante. Invece il sorriso d’incredulità e amarezza che stirava le labbra di Consolo ad ogni nuova notizia di violenze, sopraffazioni e furberie restava quello di un bambino ferito che non si rassegna alle ingiustizie del mondo proprio quando ne riceve un’ulteriore conferma. Di fronte a un degrado della Sicilia che trovava un puntuale riscontro nel resto del Paese, negli ultimi anni il suo sconforto era diventato quasi immedicabile, e tuttavia continuava ad alimentare in modo sempre più convinto l’oltranza dell’espressionismo cui restava fedele.
È stato sempre un pendolare, Consolo: tra la natìa Sant’Agata di Militello, nel messinese, dov’era nato nel 1933, e la Milano degli studi in legge e poi del lavoro; tra una storia da frugare proprio là dove era più trascurata, quella popolare, e le tensioni di un presente sempre meno progressivo; tra arte e vita, tra «ebbrezza stilistica e rigore argomentativo» (Cesare Segre). Cercava di conciliare in se stesso le passioni scientifiche del barone Mandralisca, collezionista erudito, e quelle politiche del cospiratore Interdonato.
Le delusioni hanno finito per rendere ancora più acceso, quasi parossistico, l’amore per la propria terra, per la sua storia e cultura. In lui lo scatto fantastico della letteratura, unica opposizione praticabile di fronte alle sconfitte della ragione che tanto angustiavano Leonardo Sciascia, amico e maestro, nasceva dal mite furore dell’indagine archeologica, storica, antropologica, linguistica. Tra Gadda e D’Annunzio, mirava a colmare il divario tra la realtà e le parole, restituite all’intensità originale del loro suono, per inseguire la bellezza assoluta del vero poetico. Più avvertiva i limiti intrinseci della letteratura, più le assegnava ambizioni e responsabilità. In una sorta di spasimo mai rassegnato.
Assume il valore di un definitivo risarcimento postumo il Meridiano che Gianni Turchetta ha curato con sapiente empatia critica, equipaggiandolo d’una fittissima cronologia, e di ben trecento pagine di note ai testi, glossario e bibliografia, per illuminare il backstage delle opere, la loro struttura calcolatissima, la complessità di intrecci, rimandi, assonanze, analogie, opposizioni. Si va dal romanzo di formazione La ferita dell’aprile (1963) ai saggi raccolti in Di qua dal faro (1999), passando per opere che sfuggono ad ogni etichetta di genere, come Lunaria e Retablo.
In un profilo posto in apertura del volume, Cesare Segre è esplicito: «Consolo è stato il maggiore scrittore italiano della sua generazione». Colui che ha cercato di fare manzonianamente i conti con il presente attraverso le metafore offerte da alcuni momenti-chiave della nostra storia: il 1860 e dintorni con le sanguinose rivolte contadine che seguono l’arrivo di Garibaldi; i primi anni venti in cui il fascismo trova in Sicilia un terreno fertile; la cupa Palermo delle stragi di mafia. Ma senza pagare pedaggio alla linearità del romanzo tradizionale, che tutto crede di organizzare e spiegare in una sorta di discorso illuministico, «geometrizzante», come diceva lui, citando Leopardi. Non si accontentava della facile comunicabilità del linguaggio medio. Ogni adescamento anche vagamente commerciale gli riusciva insopportabile. Non amava gli avanguardismi, lo sghignazzo di chi si fa beffe di quanto è stato prodotto prima di lui. Preferiva dirsi sperimentale (come lo era stato Verga), e dunque tentare una letteratura frattale, di rifrazioni, scomposizioni e ricomposizioni, intarsio di generi, modi, linguaggi, materiali anche diversissimi, fondato su una prosa che è stata a giusto titolo definita ritmica.
Alla narratività distesa e onnisciente preferiva i lampeggiamenti nervosi della poesia. Una musicalità costruita e goduta in ogni singola parola. Consolo è in primo luogo un poeta, sempre. Ogni sua pagina, tramata di endecasillabi, richiede il massimo impegno interpretativo del lettore chiamato ad eseguirla, come è particolarmente evidente nel virtuosistico Nottetempo casa per casa (1992).
Si potrebbe dire della sua opera quel che lui stesso ha scritto del barocco in Sicilia, nato dall’orgoglio di opporre alle distruzioni dei terremoti scenografie ardite, nate da sogni smisurati. Solo così la paura si può volgere in coraggio, «l’oscuro in luce, l’orrore in bellezza, l’irrazionale in fantasia creatrice, l’anarchia incontrollabile della natura nella leibniziana, illuministica anarchia creatrice; il caos in logos, infine». Troppe volte angustiato dai terremoti del Novecento, Consolo non ha mai rinunciato ad opporvi le sue sontuose polifonie, i raffinati collages in cui ha ricuperato i tesori di una Sicilia omerica e domestica, mitica e quotidiana, aristocratica e plebea, reale e araldica.